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martes, 3 de abril de 2012

Mi padre quiere que nos suicidemos

Por supuesto salí corriendo de la casa cuando mi padre me perseguía, maquillado según recuerdo. Llevaba pintado un tercer ojo en la frente, no sé en qué momento se lo colocó, si desde el instante en que lo vi apuntándome con su pistola calibre 22 hasta aquel en que lo dejé a toda velocidad tras la ventana del Sentra 99, siempre corrió tras de mí y sólo noté que lo traía cuando al último, me amenazó o prometió —ya no sé— que más tarde me eliminaría.

Desperté más que alarmado sobre mi cama, aunque quizá no era la mía porque ciertamente
no se trataba de la habitación donde fui a dormir en vigilia, ni siquiera reconocí la casa donde estaba cuando abrí la puerta y salí corriendo. Puede que tampoco fuera yo el que huía, pero cuando uno sueña, es todos los personajes del mundo y de la historia —como aquel individuo en el cuento de Borges, que en algún momento de su vida había escrito la Odisea, como haríamos todos si fuéramos inmortales. Desperté al lado de una rubia, puede que haya sido morena pero con la rubia me siento suficientemente beneficiado, he ahí otra prueba de mi estado. Ahora me extraña que mi padre sólo deseara dispararme a mí y no a la güera, ella desapareció simplemente. Tampoco entiendo muy bien por qué llamaba suicidio a lo que freneticamente intentaba hacer, si lo único que podía distinguirse era que pretendía matarme; puede que no le importara tanto cómo llamarlo, sino simplemente se trataba de que lo más pronto posible, ambos estuviéramos muertos.

Lo que sí reconocí, fue la calle donde vivo, a decir verdad allí sentí algo de comodidad porque en medio de la persecución y la sensación inminente de los balazos cerca de mi cráneo, estuve tentado a esperar la combi que pasa enfrente, la que abordo cuando salgo a trabajar por las mañanas —supongo que no hallé diferencia entre ir a la oficina y huir de mi padre asesino. Posiblemente noté mi insensatez o mi raro sentido de supervivencia y opté por detener al primer conductor que pasara. Como una primera camioneta no hizo caso de mi ruego, decidí ponerme en el camino del siguiente auto, como hacen en las películas. Sé que pude morir bajo las ruedas del Sentra y posiblemente tenía ganas de seguir a mi padre en su afán, pero de cualquier manera no me parecía moralmente bueno que él tuviera ese privilegio.

Cuando subí al auto, supuse que los tripulantes recién salían de una fiesta, se trataba de dos tipos más jóvenes que yo. Recuerdo que antes de avanzar los primeros metros, ya les había contado mi asunto. A ellos les pareció divertido mi relato, tanto como la cara de mi padre decorada con un tercer ojo, tanto como la pistola que traía en la mano, tal como pudimos verlo tras la ventana del auto. No traté de huir tan lejos, quise bajarme en casa de mi amigo Benjamín, que vive a menos de un kilómetro.

Mi padre sí era mi padre.

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