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lunes, 27 de septiembre de 2010

La alfombra

Hace unas semanas caminé junto a muchas personas. Iba en uno de esos pasillos del Metro, donde tantas veces me he imaginado a mí mismo siendo asaltado. Pero según recuerdo, en la ocasión de la que estoy hablando, la de hace unas semanas, la imagen del asalto no me asaltó. En cambio, la escena del pasillo en el Metro se impuso a todo recuerdo, toda imaginación y a todas las estupideces con las que suelo torturar a mi pensamiento en las mañanas. Estaba situado en una parte alta, desde donde cualquiera que haga de Tacubaya su puerto de salida, al dirigirse hacia las lineas café y naranja, en la cumbre de las larguísimas escaleras, podrá dominar el panorama y quizá vea algo como lo que yo vi. A tal altura no gozaba de ningún privilegio porque mi destino era descender y participar en la escena que ya sin más rodeos he de describir.
Lo que se veía era una alfombra flotante hecha de cabello humano... y se movía. Era una cosa, no un conjunto de personas; a esa cantidad de seres no puede ponerse nombre, si no es uno para todo el conjunto -la individualidad es, más que un capricho, un privilegio de los dioses. Para mí era una alfombra de cabello humano. Ya cuando yo mismo me uní al tejido y presté mi cabellera al tapete volador, me di cuenta de que se trataba de personas caminando y que me habían engañado mis ojos. Sin embargo, regresando a la tortura de mis sesos, pensé que arriba habrían otros ojos que no verían en mi cabello la imagen de alguien que se había tomado la molestia de echarse algo de gel para "verse mejor", sino un sutil cambio de tono en el color de la alfombra.
Lo que comenzó después a distraerme, fue la creación de una teoría acerca de cómo estar bien entre tanta gente y me atreví inclusive a soltar una máxima para la buena convivencia: "Debemos dar espacio a los otros que estén cerca de nosotros". Por lo pronto, comenzando a practicar este precepto, dejé libre un escalón de la escalera eléctrica para comodidad mía y la de quien iba adelante. Ahora critico al dictador en el que estuve a punto de convertirme en mi afán por aplicar esa máxima y no sé si el pasisaje era de tal forma por la inmensa cantidad de cabezas o porque estaban tan cerca una de otra. Si damos espacio a los otros que están cerca de nosotros, ellos a su vez darán espacio a otros otros y así hasta que todo hombre se convierta en individuo; de seguir así, no faltará el que, estando antes al borde de una barranca, termine despeñado.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Un viejo

Hay en el lugar donde trabajo, un hombre de la limpieza al que se le notan todos los amores que trae a cuestas. En cada una de esas partes del rostro y la postura que sirven para describir el aspecto de alguien, este pobre muestra cuántas mujeres dejaron la huella de todo lo que se llevaron.
Saluda con un cortés "Buenas tardes" y pregunta con la mayor esperanza "¿hay basura en los cestos?" Su mirada baja demasiado rápido si por un instante se ha encontrado con la de otra persona. Habla poco y oye menos, pero otra cosa de su mirada es que está conectada de no sé qué manera con su sonrisa. Tiene un bigote de esos que bajan hasta el mentón sin cerrarse, canoso como su desordenado cabello. Y lo más golpeado de su alma es su sonrisa, que de no ser porque todos los que trabajamos aquí, estamos con la cabeza hacia el cielo y si más bien lo vieramos con la cabeza volteada, encontraríamos la mueca de la más honda melancolía. Yo me lo imagino, porque más de una vez he deseado que las patas de mi silla estuvieran pegadas al techo.
La presencia de estas personas que hacen la limpieza puede medirse por lo bien o mal que hacen su labor, aunque yo creo que todos lo hacen suficientemente bien, en tanto que en un edificio de gobierno como éste, la limpieza está a una eternidad de disminuir su fealdad. También me llama la atención que de algunos de ellos he recibido los saludos más amables, a pesar de que hay unos cuantos que son sordomudos.
Y de este viejo no sé nada, sólo lo que me imagino cuando volteo la cabeza hacia el suelo.