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martes, 6 de noviembre de 2012


Hoy caminaba por la calle y de repente me encontré con uno de esos que son vidrios para el que mira desde dentro y espejos para el que está fuera -Ésta sería una buena metáfora para descirbir el acto de mirar a otro. En fin... cuando me miré en él me traté de hacer a la idea de que aquella figura que estaba viendo era yo y que además poseía todas aquellas cualidades que otros dicen de mí -sólo cualidades, no defectos porque quería ponerme de buenas y además viene más al caso. Sobre todo quería asegurarme de que todas bondades eran mías, sin importar que para ser justo tendría que admitir primero que quien me haya descrito de tal a cual forma lo hizo, en su momento, para expresar una opinión, para hacerme sentir alagado, o para lo que sea, pero no para enunciar una verdad sobre mi ser; yo quería creer que esas descripciones favorables eran verdades absolutas. Y es aquí donde viene algo que me desconcierta al grado de sentir un gran hueco en el estomago: enunciar una cualidad, algo agradable y, por decirlo así, bello, es expresar el gusto por aquello que se está elogiando, si es que se es "honesto". Ese gusto por el objeto visto, es por un momento la felicidad de quien miró, pero en el momento en que dicho objeto no es una cosa sino alguien, las condiciones cambian. Cuando uno recibe un halago puede, si  no cree que lo están engañando o intentan burlarse de él, sentir algo de felicidad, pero esta ya es otra felicidad, que se dispara en una dirección totalmente diferente, que tiene otro sentido. Y lo que también creo es que hay una edad, afortunada o desafortunadamente temprana, en la que los halagos recibidos (y defectos también) configuran la forma de ser de un sujeto en particular. De ahí surge mi inconfomidad de hoy por la mañana; la felicidad producida por los elogios se la apropia el que mira la cosa halagada, al otro siquiera lo alegra un poquito, momentánemanete hasta que reciba una impresión que no le confirme el halago.

La felicidad de mirar, y digo felicidad por no admitir que es una simple satisfacción
La exigencia de esa gente tan amada

El amor que nos profesan hace que surja, quien sabe si por voluntad de ellos, por la mera costumbre de lo que implica ser hombre, por la mierda del perro que camina en la calle... Hace que surja la exigencia de corresponder: amar porque uno es amado. Amar también implica desear que ese amado se conserve, perdure, pero no sólo eso, amar es desear atestiguar la permanencia de ese amado...

Quédate cerca para que permanezcas y yo esté al tanto, para que no pierda detalle de tu permanenncia, para que yo sea el principal, si no único, testigo de que sigues vivo.

El deseo de atestiguar la permanencia del amado conduce a sentir una amenaza.

El deseo de atestiguar la permanencia del amado nutre el propio deseo de permanecer.

Se teme la muerte del otro, se teme la muerte propia. Se teme dejar de ser testigo de la presencia del otro. El otro nos amenaza de muerte, con su muerte tan temida para el que lo ama. Tanto como la muerte es amenazante por sí misma, para el que tanto desea atestiguar o ser objeto de testimonio